Frente a la “nueva normalidad” nos queda la subversión de nuestros deseos
Cuando el 17 de mayo de 1990 la OMS decidió eliminar la homosexualidad de la lista de enfermedades mentales, transexuales bolleras y maricas ya llevábamos más de un lustro enterrando a nuestras amigas, amantes y compañeras.
Contemplábamos aterrorizadas titulares en los medios donde se hablaba de una plaga divina que castigaba las practicas sexuales antinaturales, noticias aleccionadoras que nos decían que los estilos de vida desordenados debían corregirse, columnistas que nos certificaban que algunos cuerpos no importaban nada y artículos de opinión que nos aseguraban que no había vida posible más allá de las sagradas y cisheterocentradas normas. Se trataba de proclamar a toda costa una idea: el placer tenía un precio caro, muy caro, a pagar.
La pandemia del SIDA nos situaba en un escenario donde nuestras vidas simplemente no valían nada. Nada que ver con lo que sucede con la del COVID-19. Y es que ya sabemos que no todas las pandemias y enfermedades son tratadas de la misma forma: las hay que afectan a todo el mundo y hay otras que afectan a quienes no pertenecen a ese mundo. Bien lo sabe la población del continente africano o las personas de los sectores más empobrecidos de nuestra sociedad. Bien lo aprendimos las maricas, las putas y las yonquis. En definitiva, hay sectores de la población que pueden ser eliminados; las vidas que no interesan, que no importan, son totalmente prescindibles. Se llama necropolítica.
No obstante, celebramos aquella decisión de la OMS como un pequeño triunfo con el que, en cierta medida, aminoraba el sufrimiento al que habían sido condenados nuestros deseos, nuestros placeres y nuestras vidas.
Si algunas hemos subsistido todos estos años ha sido de la única forma que se nos ha permitido, a base de copiar sus modos de vida y sus modelos de relación. Casarnos, ser fieles y monógamas, tener prole, matricularla en la educación concertada (y si es religiosa y cara mejor para tu reputación social), comprar en familia los sábados en grandes superficies (como en los bonitos anuncios de Ikea) y, en síntesis, ser gente de bien que en ningún momento friccione el sueño, aunque pesadilla para muchas, de la cisheteronorma. Como bien dice Don Vito Corleone: «la familia es lo que importa».
Los gais deben ir a la moda, vestir elegantes y con estilo, pero sin pluma. Las lesbianas deben ser femeninas o, mejor aún, deben tener un puntito andrógino que alimente las fantasías de los varones heteros y motive sus pajillas. Las personas transexuales deben cumplir una cerrada hoja de ruta, hormonal y quirúrgica, que permita que sus cuerpos sean leídos lo antes posible como verdaderos hombres o auténticas mujeres, el deseado passing. Lo importante, al fin y al cabo, es que la infancia sobre la que hay que construir una futurabilidad cisheterocentrada no reciba el mal ejemplo de las que transitan o juegan con los géneros. El precio para integrarnos en su normalidad no es otro que el obligado alineamiento con el estilo de vida capitalista, blanco y colonialista.
A causa de la situación especial provocada por la pandemia de la COVID-19, este año nos sentimos impelidas a denunciar qué supone el confinamiento para los cuerpos que no cumplen los mandatos de la cisheterosexualidad. Si la sociedad es la catedral de la norma, los hogares, sedes oficiales de la familia cisheteronormativa, representan el sanctasanctórum en el que el patriarcado se erige con todos sus privilegios, convirtiéndolos en la mejor institución policial contra las disidencias de género y sexualidad.
Como bien nos ha enseñado el feminismo, el hogar familiar no es un espacio seguro. Al contrario, es el lugar donde se producen muchas de las agresiones, violaciones, humillaciones y asesinatos machistas. El hogar familiar es también ese espacio cerrado, íntimo y, por ende, impune en el que muchas bolleras, maricas y trans tienen que ocultar sus expresiones y deseos. Adolescentes y jóvenes se ven condenadas al silencio y al aislamiento por tener que convivir en un entorno familiar que no les permite la libre expresión de sus deseos o de su identidad de genero y sin posibilidad de socializar con sus iguales. Muchas tienen que cuidar de sus familiares mayores y volver a un armario que apenas recordaban. Y, como suele ser habitual, la precariedad laboral se ceba con los sectores menos favorecidos y se ve agudizada para el marica migrante, para la bollera racializada y para la persona trans condenada al ostracismo en el mercado laboral y que ve en el trabajo sexual su única fuente de ingresos. A todas ellas el confinamiento les deja en el desamparo más absoluto y les conduce a las más crueles formas de exclusión social.
Por si fuera poco, las fases de desescalada del confinamiento que se han establecido son contempladas únicamente desde el prisma cisheterocentrado. Su cronometría cartesiana está basada exclusivamente en los horarios de la sagrada familia blanca y nuclear. Con la excepción de las personas mayores, las más perjudicadas de esta crisis, a las que sí se ha tenido en consideración a la hora de diseñar las fases de desescalada, si observamos a qué sectores se privilegia en cada fase veremos claramente qué cuerpos son los que importan: el día se ha dividido según unos criterios que nos presupone una única forma de vida y el foco principal se ha puesto en lo que podríamos llamar clases medias, que ni son clase ni corresponden a la media estadística.
Desde los primeros días surgieron voces que reclamaban la inviabilidad que suponía que las criaturas estuvieran en casa sin salir. Como enseguida denunció el movimiento feminista, para muchas mujeres este hecho suponía un aumento de su trabajo cotidiano. Pero, como siempre, las voces feministas tuvieron escaso eco en las instituciones. Las voces que sí concitaron la atención institucional fueron aquellas cuyo mayor problema era no saber qué hacer con la prole durante 24 horas al día sin un colegio, sin unas extraescolares o sin una ludoteca donde aparcar personitas. Y, de nuevo, la respuesta al problema de unas familias concretas se nos presenta como respuesta a las necesidades de toda la población infantil. Y como resultado, nadie hablaba de las necesidades reales de la población infantil, de las infraviviendas en las que muchas personas viven sin las mínimas condiciones de habitabilidad o de confortabilidad y en las que, en la mayoría de los casos, el problema no era salir a la calle, si no simplemente alimentarse y sobrevivir. El clamor popular también acallaba las voces que hablaban sobre la situación de los Menas o de las criaturas en casas de acogida o en centros de protección de menores. Dos cosas quedan claras, por un lado, que también en la infancia hay jerarquías y, por otro, que hay mucha voz adulta que, cuando dice hablar en nombre de la infancia, en realidad quienes hablan son su frustración y su fracaso, frustración provocada por verse incapaz de resolver sus problemas personales y afectivos y fracaso derivado de no poder cumplir con el modelo ideal de familia que siempre le han vendido como una de las maravillas de nuestra sociedad.
Otro de los sectores privilegiados en esta desescalada está siendo el de los deportistas profesionales o aficionados y los practicantes de algún deporte concreto o, en general, de cualquier tipo de ejercicio físico. De nuevo, el modelo capitalista, blanco y cisheterosexual dicta cuáles son los cuerpos que importan y, de esta forma, prima a los cuerpos sanos, a los cuerpos que se cuidan para ser deseables dentro de los cánones e intereses del sistema y, en definitiva, a los cuerpos danone. Los cuerpos ya no son sólo necesarios para la producción, ahora los cuerpos deben ser también objetos de consumo. La belleza y la salubridad son los nuevos parámetros de aceptación social y, por lo tanto, el ejercicio físico es primordial (mejor si es con un buen y caro uniforme que demuestre el alto estatus social).
Pero, sin duda alguna, la omisión más grande por parte de las administraciones públicas en esta desescalada hacia la nueva normalidad ha sido la concerniente a las relaciones afectivas y sexuales no cisheteronormativas, las cuales ya sufrieron una total alteración total desde que se decretó el confinamiento. En un futuro en el que el distanciamiento físico parece construirse como un nuevo paradigma vital, todo apunta a que las practicas sexuales, afectivas y relacionales ajenas al prototipo de la familia cisheterosexual serán otra vez silenciadas, menospreciadas y olvidadas.
La omisión de las relaciones y prácticas disidentes con la cisheteronorma es una nueva cara de la LGTBI+fobia que no conocíamos hasta el momento.
Si la normalidad pretérita era ya LGTBI+fóbica, ¿qué nos puede deparar esta nueva normalidad?
¿En qué parámetros se gestionará el distanciamiento social?
¿Cómo serán los besos y abrazos y a quién se los podremos dar?
¿El sexo ocasional será una práctica reducida al uso de dispositivos electrónicos 5G?
Poco a poco la incertidumbre parece ir desvelándose y, por el momento, muestra una cara muy cisheteronormativa. Parece inevitable que en un futuro muy cercano nos va a tocar cuestionar a diario, como si fuera 17 de mayo, una normalidad aún más cisheterocentrada y, para ello, siempre nos quedará la subversión de nuestros deseos.